Miro el mapa del tiempo en España y me parece ver la camiseta de la «naranja mecánica», la de la selección neerlandesa: un fondo anaranjado casi uniforme, con manchas rojas que resaltan como advertencias encendidas. Así luce el sur de Europa estos días. Un mapa que grita desde la pantalla. París, Roma, Bruselas, Lisboa… todas esas ciudades con temperaturas que escalan como si quisieran alcanzar el cielo, y también aquí, desde donde intento escribir sin que el sudor me borre las letras del teclado.
Desde que comenzó esta ola de calor, me despierto en la madrugada como si me faltara el aire, como si alguien me hubiese echado encima agua. Pero no es ansiedad, es la realidad: el calor se cuela por las rendijas, se pega a la piel como una segunda capa, y no hay ventana abierta que alivie. En Extremadura, esperan llegar a los 40 grados . Aquí tampoco estamos mucho mejor. Yo, que nací bajo el sol ardiente de Managua, empiezo a preguntarme si esto es el verano europeo… o el infierno con pretensiones turísticas.
Este fenómeno ambiental ha puesto a siete comunidades españolas en aviso naranja. Andalucía, Extremadura y Aragón son como braseros encendidos, con máximas que superan los 40 grados. Mientras tanto, el norte peninsular vive en otro mundo: nubes, algo de lluvia, temperaturas soportables. Un contraste tan español como la tortilla de patatas sin cebolla.
Salir a la calle a mediodía es como caminar dentro de un horno. Los edificios parecen derretirse en la distancia, la luz rebota en el pavimento y forma esos espejismos brillantes que parecen charcos de aceite. A esa hora, las calles están desiertas. Ni niños, ni ancianos, ni turistas tomando cafés o cañas. Todo desértico. Solo sombras apretadas contra las paredes y un silencio denso que pesa como una manta. Y ni siquiera la playa consuela: el agua del Mediterráneo ha llegado a los 30 grados. Nadar en ella es como meterse a una bañera olvidada al sol.
En Madrid, el termómetro marca 38 grados. El viento sopla con fuerza pero no refresca, apenas revuelve el aire caliente. La mínima nocturna será de 23, una rareza entre tanto fuego. Yo, que cuando viví en el norte de España soñaba con un poco de “calorcito”, me río ahora de mi ingenuidad. Este calor europeo no es tropical. Aquí no baja con la noche. Aquí las paredes guardan el calor como si fueran de piedra volcánica. Las ciudades son hornos, y el aire acondicionado, un lujo.
Mientras escribo, leo la noticia de un hombre de 47 años muerto en Italia, mientras trabajaba bajo el sol en la construcción de una escuela. Otro de 70, también falleció. El calor no discrimina, pero castiga más a quienes no tienen escapatoria.
En Nicaragua cerrar lugares turísticos o escuelas por el calor sería impensable: los colegios resisten calores, lluvias y apagones, pero aquí el calor ha demostrado que hay un límite. En Bruselas cerraron el Atomium. En Portugal, donde se rozaron los 46 grados, han prohibido las barbacoas y el uso de maquinaria agrícola. El fuego se aprovecha del calor, y el riesgo es real.
Pienso en las migrantes que sostienen con su trabajo invisibilizado una parte de este continente. Las internas, cocinando en pisos sin ventilación, con hornos encendidos. Las que salen a pasear personas mayores bien temprano o cuando cae el sol. Las que limpian, las que cuidan, las que están solas, encerradas en habitaciones calurosas, sin aire, sin descanso.
El calor no es solo una cuestión de grados. Es también una cuestión de clase. De género. De migración. Aquí en Europa, donde tantas cosas funcionan, el calor ha dejado ver las fisuras. Y en esas grietas viven muchas: inmigrantes, cuidadoras, trabajadoras precarizadas.
Me levanto, abro la ventana. El cielo es blanco. No hay pájaros. No hay sombra. Solo una luz intensa que parece venir de todas partes. Y pienso: esto no es solo un verano más. Esto es una advertencia.
Porque esto que vivimos es parte del cambio climático. Y no, no deberíamos acostumbrarnos. Al contrario: deberíamos asumir que el planeta nos está gritando. Y que si continuamos sin escucharle, luego puede que sea demasiado tarde. Porque los mapas en rojo no son solo pronósticos. Son alertas. Son señales. Y son responsabilidad de todas y todos.
Foto: Creada con IA