El discurso de Nayib Bukele de este domingo primero de junio no ha sido una simple comparecencia: fue un acto solemne de autoproclamación imperial. Con la voz henchida de certeza y el cuerpo sostenido por la solemnidad militar, el mandatario selló ante un país expectante -y un mundo perplejo- la ruta sin retorno hacia la verticalidad del poder absoluto. Su voz, que alguna vez prometió modernidad y esperanza, retumbó como un eco de antiguas dictaduras, mientras miles de salvadoreños lo vitoreaban desde la escalinata alfombrada del Palacio Nacional.

Ese domingo, El Salvador se vio reflejado en el espejo roto de su propia historia: la sombra de Maximiliano Hernández Martínez -dictador de la primera mitad del siglo XX- regresó como un presagio apenas disimulado. Bukele, en su segundo mandato inconstitucional, rompió las costuras de la democracia frágil que sostenía el país. Y lo hizo con una serenidad que hiela la sangre: “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador. Prefiero eso a que maten salvadoreños en la calle”. Así justificó lo injustificable: el silenciamiento de las voces disidentes, la prisión para activistas, el exilio forzoso de periodistas.

Detrás de ese discurso se alza un peligro real: la conversión de El Salvador en un Estado donde el poder no se discute, donde la ley es un monólogo y la prensa una amenaza. Las cifras de popularidad -un respaldo de más del 80%- dibujan una paradoja inquietante: la democracia muere aplaudida. Bukele ha transformado el miedo en adhesión, la violencia en un argumento infalible. Bajo el manto de la seguridad y la promesa de orden, su palabra se impone como dogma y su figura como ídolo.

Las cifras de popularidad -un respaldo de más del 80%- dibujan una paradoja inquietante: la democracia muere aplaudida.

La reciente Ley de Agentes Extranjeros, que le otorga la potestad de decidir qué organizaciones pueden existir, revela la punta de lanza de este viraje autoritario. Como en un juego macabro, será el propio presidente quien defina qué es “hacer política” y qué no, quién es “traidor” y quién es “patriota”. Con ello, el Estado se convierte en el único narrador legítimo, y la pluralidad democrática en una amenaza a erradicar.

Bukele ha convertido la democracia en una estética, un espectáculo transmitido en cadena nacional, desprovisto de su esencia: la deliberación y el disenso. Mientras descalifica a la prensa internacional y tilda de mercenarios a los defensores de derechos humanos, instala la idea de que la crítica es una conspiración global, un montaje para frenar la grandeza de El Salvador. En ese espejismo, la voluntad popular se confunde con la obediencia ciega.

El futuro que se vislumbra no es una fábula de redención, sino una advertencia: cuando el poder se erige como fin último, la legalidad se retuerce y el miedo se normaliza. El Salvador, que durante décadas transitó entre dictaduras y democracias frágiles, corre el riesgo de sellar un nuevo pacto con la eternidad del caudillo.

Bukele, en su discurso de 80 minutos, no rindió cuentas: reclamó un derecho divino a decidirlo todo. Ese es el verdadero peligro que enfrenta hoy el país: la consolidación de un líder que ya no oculta su deseo de perpetuidad, niega el derecho a la duda, confunde la seguridad con la sumisión. La democracia, en este escenario, se convierte en un recuerdo marchito, apenas sostenido por la memoria de quienes todavía se atreven a pronunciar la palabra libertad.

El Salvador camina por un puente que cruje bajo el peso del autoritarismo. Y aunque la caída aún no se ha consumado, el vértigo que deja ver el vacío es un llamado a resistir: a no permitir que la verdad sea confiscada por un solo hombre, a no dejar que la historia se repita como farsa trágica. Porque en cada palabra dicha por Bukele vibra el eco de todos los dictadores que alguna vez se creyeron eternos.

El Salvador camina por un puente que cruje bajo el peso del autoritarismo. Y aunque la caída aún no se ha consumado, el vértigo que deja ver el vacío es un llamado a resistir

Bukele, con su popularidad blindada y la promesa de erradicar la violencia pandillera, parece haber comprendido la ecuación más antigua de la historia política: que un pueblo aterrado es un pueblo dispuesto a entregar su libertad a cambio de la promesa de orden.
Pero ese orden, cuando lo impone un solo hombre, se convierte en un velo opaco que oculta los crímenes del poder.

El Salvador celebra la disminución de asesinatos en las calles, pero apenas percibe las heridas abiertas en la piel de la democracia: periodistas obligados al exilio, activistas perseguidos, leyes escritas a la medida de un solo hombre.

El precio de la seguridad, cuando la define un caudillo, siempre es la libertad. La paradoja es que esa libertad se consume lentamente, como una llama que se apaga sin que nadie lo advierta: primero se normaliza el silencio, luego la censura, y finalmente la aceptación de que ya no hay más voces que escapen a la narrativa oficial. Bukele, al igual que Ortega, Maduro y los ensayos autoritarios que asoman en la región, sabe que la historia del autoritarismo se alimenta del miedo y del olvido. Por eso, repite hasta el cansancio que la crítica es una conspiración y que la disidencia es traición.

El Salvador está ante la bifurcación de un futuro incierto: o la sociedad despierta y reclama su derecho a disentir, o se resigna a vivir en un espejismo de paz dictada desde el Palacio Nacional.
La noche del discurso no fue solo una noche de retórica: fue una advertencia para toda la región, un espejo que nos devuelve la pregunta esencial: ¿Qué se está dispuesto a sacrificar para sentirse a salvo?
Porque la seguridad sin libertad es una jaula dorada, y la historia latinoamericana sabe bien que las jaulas, aunque relucientes, nunca dejan de ser prisiones.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *