En medio de una tormenta política que parecía interminable, el Congreso de Perú destituyó este jueves a la presidenta Dina Boluarte por “incapacidad moral permanente”.

Con 122 votos a favor, la mandataria se convirtió en la séptima persona en ocupar —y abandonar— la presidencia peruana en apenas una década. Boluarte no se presentó a defenderse ante el Parlamento. Y en Lima, el vacío de poder volvió a sentirse como un déjà vu.

La hoy destituida llegó al poder tras la caída de Pedro Castillo en 2022, y desde entonces gobernó bajo la sombra de la desconfianza y la represión. Su gestión fue marcada por denuncias de corrupción, acusaciones de encubrimiento y el uso desmedido de la fuerza pública durante las protestas que dejaron decenas de muertos en distintas regiones del país.

La sesión parlamentaria fue tensa y simbólica. En el hemiciclo, las bancadas que alguna vez le tendieron la mano se sumaron a sus adversarios para firmar su caída. Entre los argumentos de vacancia figuraban presuntos actos de enriquecimiento ilícito, irregularidades en su gestión de la seguridad, vínculos con personajes investigados por corrupción y un cuestionado viaje al extranjero que el Congreso interpretó como abandono del cargo. Su silencio en la sesión final selló su destino político.

Con su salida, el Perú se sumerge nuevamente en la incertidumbre. Desde el retorno a la democracia en el año 2000, ningún presidente ha logrado completar su mandato constitucional. Lo que antes parecía una excepción se ha convertido en norma: la inestabilidad política como forma de gobierno.

Hoy, la palabra “gobernabilidad” suena vacía para la mayoría de peruanos. Más allá de las fronteras andinas, este episodio vuelve a poner en evidencia la fragilidad de las democracias latinoamericanas.

En Nicaragua, donde el poder se concentra y las instituciones están sometidas al control absoluto de un solo grupo, la crisis peruana resuena de otro modo. Mientras en Lima el Congreso destituye presidentes con facilidad, en Managua el poder legislativo, judicial y electoral se han convertido en extensiones del Ejecutivo. En un caso, la inestabilidad es consecuencia de la fragmentación; en el otro, del control absoluto. En ambos, la ciudadanía termina atrapada entre la desconfianza y el desencanto.

Dina Boluarte se va del poder como llegó: sin legitimidad, sin respaldo popular y sin haber logrado reconciliar a un país dividido. En los barrios de Lima, su salida no provoca celebración ni esperanza, sino cansancio. “Todos son iguales”, repiten muchos peruanos.

El Congreso peruano deberá definir ahora quién asume la presidencia interina y cómo se conducirá el país hacia las elecciones generales previstas en seis meses. Pero más allá de los nombres, el problema de fondo sigue siendo el mismo: un sistema político desgastado, que gira en torno al poder y no al bienestar ciudadano.

Latinoamérica observa el caso peruano como un espejo.

Las fracturas democráticas, aunque distintas en forma, comparten una raíz: la desconexión entre los gobiernos y sus pueblos. En Nicaragua, ese espejo devuelve una imagen conocida. Mientras el poder se perpetúa por la fuerza, la democracia —esa palabra tantas veces usada y tantas veces traicionada— sigue esperando su verdadero significado.

Con información de Ojo Público

Foto portada: El Mundo.