Giulia Costanzo Talarico| Socióloga y activista ecofeminista

Hoy en día, el cambio climático está en boca de todo el mundo. Si se hace el ejercicio de controlar las noticias diariamente, no habrá ni un día en que no se encuentre una relativa al concepto. Han pasado 52 años de la celebración de la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Humano en Estocolmo, donde se puso en marcha la creación de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático; y hacía ya 28 años que las COP –Conference of Parties– reconocen formalmente el cambio climático y toman decisiones en torno al clima a nivel internacional, produciendo acuerdos internacionales como el Protocolo de Kioto (1997) o el Acuerdo de París (2015).

La comunidad científica y las instituciones políticas y gobernativas llevan debatiendo más de 4 décadas sobre cómo transitar hacia un modelo de producción que reduzca el impacto sobre el planeta, tratando de producir “soluciones” que en muchos casos acaban resultando meros mecanismos de mercados y que justifican las acciones fomentadas por empresas multinacionales hacia un “capitalismo verde”, sin generar un cambio real. A pesar de todo ello, el cambio climático no deja de ser un problema de extrema urgencia. Sin embargo, esto sólo es la punta del iceberg, uno de los síntomas de una enfermedad del sistema que presenta una profunda fractura medioambiental.

En 2000, el científico Paul Crutzen acuñó el término “antropoceno” para definir la época geológica actual, caracterizada por el conocido impacto de la humanidad sobre el planeta (impacto empezado, en gran medida, a partir de la revolución industrial). El término antropoceno es ahora ampliamente utilizado por la comunidad científica y se considera que abrió un diálogo entre las ciencias naturales y sociales, ayudando a posicionar el problema del cambio climático en la esfera pública global.

Jason Moore habla del “capitaloceno”, señalando la responsabilidad de un sistema específico: el capitalismo

Sin embargo, el concepto ha sido objeto de debates y dudas: las problemáticas relativas a la degradación del planeta son tales que Jason Moore criticó el término, explicando que referirse a la humanidad como una entidad indiferenciada no profundiza en las causas de la crisis ecológica; en otras palabras, la dinámica de la degradación ambiental a gran escala no puede interpretarse solo como un proceso geológico, sino que también debe considerarse a nivel histórico y social, lo que incluye las relaciones entre poder, naturaleza y acumulación capitalista. Por ello, el autor habla del “capitaloceno”, señalando la responsabilidad de un sistema específico: el capitalismo que, en sus diferentes formas y fases, dio inicio a una era histórica basada en relaciones de dominación que tratan el mundo como si no tuviera límites biofísicos, y a la vez, por el contrario, como si los recursos fueran infinitos, lo que nos está acompañando al borde del colapso.

A pesar de estas evidencias, la fractura mencionada arriba es también epistemológica y no se puede tratar solo a nivel ecológico: la expresión de extrema desigualdad que estamos viviendo se debe a la asociación con el proceso de dominación colonial y patriarcal, que ha fomentado una sociedad en constante emergencia y riesgo. Históricamente, el capitalismo ha tenido rasgos sexistas y racistas, ejerciendo despojo, violencias racistas, expulsiones, guerras, saqueos de recursos, violencias machistas. Como destaca el colectivo ecofeminista venezolano LaDanta LasCanta: “La dominación de la naturaleza y la dominación de las mujeres son dos caras de una misma moneda, propias de la civilización patriarcal-capitalista”  para el mantenimiento del orden político. De esta forma, denuncian la existencia de un “faloceno” más que de un “capitaloceno”.

La fractura en cuestión, por lo tanto, se sintetiza en una crisis civilizatoria del sistema causadas por jerarquías globales de dominación, que ha provocado muchas implicaciones intrínsecas a una forma de funcionar que hace que las discriminaciones y desigualdades sociales se reproduzcan de forma sistemática. Como se lleva denunciando desde hace tiempo, tanto a nivel activista como académico, desde los feminismos y colectivos ecologistas y antirracistas, no es una “etapa” del capitalismo, ni una forma económica o un “problema solucionable” de economías específicas, sino que se trata de un rasgo constitutivo del capitalismo como economía-mundo, que usa la crisis y otras formas de control (violentas) como condición necesaria para el funcionamiento de la acumulación capitalista a escala mundial.

El concepto de crisis forma parte de los debates internacionales desde hace varias décadas, y las sensaciones más difusas son acerca de la necesidad de impulsar un nuevo modelo económico, siendo la crisis una crisis económica global que implica inestabilidad a nivel mundial. Tal es así que, para “salvar” la economía, se justifican constantemente maniobras económicas “urgentes”, consideradas imprescindibles y que operan a través de una modalidad discursiva estratégica del concepto de “emergencia” y por tanto del miedo, que funciona como dispositivo de poder para restringir derechos a cambio de seguridad.

La “crisis económica” de este sistema biocida causa devastación ambiental y desigualdades estructurales

Como observan María Mies y Vandana Shiva, las relaciones capitalistas son claramente estructurantes, y si bien son tratadas como “económicas”, en realidad atraviesan todos los ámbitos de la vida, por lo que “la crisis” no es relativa al solo campo de la economía, es una crisis multidimensional que tiene repercusiones en todo el mundo y en diversos ámbitos: cuidados, migraciones, clima, medioambiente, sistema agroalimentario, sanidad, educación, entre otros. La “crisis económica” de este sistema biocida causa devastación ambiental y desigualdades estructurales. No se trata de efectos colaterales, sino de rasgos estructurales: las diferentes crisis son consecuencia del mismo sistema.

Por lo tanto, la “crisis” se presenta como lo que me gusta llamar una “crisis de crisis”, es decir una estrategia de acumulación capitalista que usa las diferentes crisis (todas), para sacar la máxima rentabilidad posible. Si quisiéramos representar el sistema capitalista global con una imagen mitológica podríamos visualizarlo como el monstruo de la Hidra de Lerna, una serpiente policéfala cuyo número de cabezas variaba de un mínimo de 3 hasta 10.000. Según la leyenda, al decapitar una cabeza, la Hidra tenía la capacidad de regenerar 3 más. Esta metáfora resalta la necesidad de abordar diferentes temas considerando el mínimo común denominador: si bien las cabezas son múltiples, la base del sistema es el mismo cuerpo, el mismo monstruo, y las soluciones a investigar tienen que considerar este factor.

Frente a todo esto, es evidente la necesidad de un cambio de paradigma. La epistemología dominante se vincula con una estructura de pensamiento que organiza el mundo mediante una construcción del conocimiento no inclusiva, manteniendo tres sesgos principales procedentes de la modernidad: androcentrismo, antropocentrismo, etnocentrismo.

Silvia Federici destaca que los procesos que históricamente han expulsado el trabajo reproductivo de las relaciones económicas, naturalizando la explotación de las funciones “femeninas” para que las relaciones capitalistas se expandieran, y cada fase de la globalización, siempre han ido de la mano con un retorno a los aspectos más violentos ligados a la acumulación primitiva, lo que explica la fuerte ola de expulsiones, saqueos de recursos, violencias contra las mujeres, explicitando que más que una fase “originaria”, es continua y permanente, además que sangrienta.

La violencia contra las mujeres es intrínseca al sistema neoliberal y se ha intensificado, adoptando formas que se han fusionado con las estructuras emergentes del patriarcado capitalista

En el enfoque de construcción para un paradigma alternativo sostenible, es fundamental reflexionar sobre la relación entre los seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza. Según Anna Bosch, Cristina Carrasco y Elena Grau, la sostenibilidad debe implicar ”una relación armoniosa entre humanidad y naturaleza y entre humanos y humanos. De lo contrario, será imposible hablar de sostenibilidad si no va acompañada de equidad“. De hecho, la violencia contra las mujeres es intrínseca al sistema neoliberal y se ha intensificado, adoptando formas que se han fusionado con las estructuras emergentes del patriarcado capitalista: las mujeres son las principales víctimas de la degradación ambiental y los conflictos socioambientales. Rita Laura Segato considera el patriarcado como el ”pilar del edificio de todos los poderes“ por ser misógino, racista, homofóbico y especista y por tanto ”una maquina productora de anomalías y ejecutora de expurgos“.

Por todo ello, transformar la realidad o proponer cambios de paradigma requiere incluir también una crítica ecofeminista del sistema. La perspectiva ecofeminista es transversal, y resalta el papel de sujetos históricamente invisibilizados en la construcción de una sostenibilidad real, que es la “sostenibilidad de la vida”, descrita por Cristina Carrasco como un proceso que incluye “las múltiples interdependencias e interrelaciones entre lo ecológico, económico, el social y el humano, considerando como prioridad, como objetivo fundamental, las condiciones de vida de las personas, mujeres y hombres y, explícitamente, es un compromiso político para transformar las relaciones de poder capitalistas-heteropatriarcales”.

El desarrollo de proyectos intelectuales alternativos debe incluir necesariamente la igualdad entre todos los seres, así como el respeto de los territorios y de los seres vivos. Por esta razón, la perspectiva ecofeminista es fundamental, siendo capaz, en palabras de Ariel Salleh, de “conectar” los vínculos entre capitalismo neoliberal, neocolonialismo, deforestación, militarismo, abuso infantil, cambio climático, deforestación… y, por tanto, analizar, bajo el mismo marco político, las diferentes “cabezas” del mismo “monstruo”.

*Este artículo de opinión es reproducido íntegramente publicado en El Salto