La muerte de José «Pepe» Mujica no es solo la partida de un expresidente. Es la despedida de una conciencia viva, incómoda y lúcida dentro de una izquierda cada vez más tentada por los dogmas y las conveniencias. En tiempos donde la palabra “progresismo” es usada como escudo para justificar silencios cómplices o alianzas con regímenes autoritarios, Mujica fue una de las pocas voces que, desde su trinchera ideológica, no dudó en señalar lo evidente: que lo de Nicaragua es una dictadura.
No lo hizo por cálculo político, ni por quedar bien con la prensa internacional. Lo hizo porque, como tantas veces en su vida, optó por decir la verdad aunque doliera, aunque descolocara a algunos de sus compañeros de ruta. Y ese gesto, en un espacio político donde las lealtades ideológicas a menudo pesan más que los principios democráticos, tiene un valor inmenso.
Mujica no fue un político perfecto. Su austeridad no debe romantizarse ni mitificarse. Pero sí debe reconocerse en ella una coherencia rara. Esa misma coherencia fue la que lo llevó a denunciar lo que otros callan: que en Nicaragua no hay socialismo, ni revolución, ni dignidad popular, sino una dictadura encabezada por una pareja que ha secuestrado el aparato estatal para perpetuarse en el poder.
Esa misma coherencia fue la que lo llevó a denunciar lo que otros callan: que en Nicaragua no hay socialismo, ni revolución, ni dignidad popular, sino una dictadura encabezada por una pareja que ha secuestrado el aparato estatal para perpetuarse en el poder.
En 2018, en los primeros meses tras abril, sus palabras fueron un aldabonazo contra el régimen. Aseguró que Nicaragua era una “autocracia” y sentenció, en directa alusión a Ortega, que “quienes ayer fueron revolucionarios perdieron el sentido de la vida. Hay momentos que hay que decir Me voy”. No fue la única vez que se refirió a Nicaragua en estos términos, y aún más duros y claros. En 2023 señaló que a Ortega “se le fue la mano hace rato”y en noviembre de 2024 sentenció que tanto los regímenes de Nicaragua como de Venezuela son “indefendibles”. Así, recordemos, dijo: “Lo que me revienta es cuando juegan a la democracia y hacen elecciones. Y, según el resultado, lo altero, hago fraude o me mando una cagada. O una cosa, o la otra”. Y si alguien tenía alguna duda, en una entrevista sentenció: “Es increíble la revolución sandinista en qué desemboca, en la vieja esa llena de piedras y de cosas. Es monstruoso”.
La actitud de Pepe Mujica contrasta dolorosamente con la de partidos como Izquierda Unida en España, parte indisociable de ese engendro de incoherencia que es Sumar en donde parece que pueden convivir sin empacho los que dicen defender los derechos humanos y se reúnen con algunos nicaragüenses en el exilio a los que expresan su solidaridad y les aseguran que ellos sí les apoyan, con aquellos que siguen defendiendo a los carniceros del Carmen. Algo parecido a soplar y sorber a la misma vez. A ser del Madrid y del Barça. Mientras Mujica, desde su coherencia ética y compromiso con los derechos humanos, no dudó en llamar dictadura a lo que claramente lo es, esos sectores de la izquierda española prefieren mirar hacia otro lado, atados a un relato ideológico que ya no resiste la más mínima confrontación con la realidad. Esa disonancia revela una izquierda que ha perdido la brújula moral que Mujica encarnaba: una izquierda que antepone la fidelidad partidista a la defensa de la dignidad humana.
La actitud de Pepe Mujica contrasta dolorosamente con la de partidos como Izquierda Unida en España, parte indisociable de ese engendro de incoherencia que es Sumar
Por cierto que hay que señalar el cinismo de la nota de duelo emitida por el régimen de Ortega y Murillo tras su muerte, en el que se alcanzan niveles grotescos. Redactada con la inconfundible prosa delirante de Rosario Murillo -empapada de seudomisticismo y frases hechas-, pretende homenajear a un hombre que en vida los denunció sin ambages como dictadores. El texto, plagado de afectaciones y desmesuras líricas, omite deliberadamente que Mujica los señaló públicamente por su deriva autoritaria y su represión contra el pueblo nicaragüense como ya hemos señalado. Así, convierten su muerte en una oportunidad para manipular la memoria colectiva, intentando absorber simbólicamente a un adversario moral cuya integridad desmonta por completo el discurso legitimador del orteguismo. Es una nota que obviamente no busca honrarlo, sino parasitarlo.
Por cierto que hay que señalar el cinismo de la nota de duelo emitida por el régimen de Ortega y Murillo tras su muerte, en el que se alcanzan niveles grotescos. Redactada con la inconfundible prosa delirante de Rosario Murillo —empapada de seudomisticismo y frases hechas—, pretende homenajear a un hombre que en vida los denunció sin ambages como dictadores.
Ahora, tras su muerte, muchos lo recordarán como el “presidente más pobre del mundo”. Pero reducir su legado a esa anécdota es una forma de domesticar su figura. Mujica fue incómodo. Fue profundamente humano. Y, sobre todo, fue honesto. En su honestidad cabe toda una enseñanza para las izquierdas de uno y otro lado del charco: no se puede defender lo indefendible en nombre de un supuesto bien mayor. Porque cuando se cae en ese juego, se termina traicionando todo lo que se dice defender.
La figura de Mujica incomodará incluso después de muerto. Será citada por quienes buscan mantener viva una ética política basada en la verdad y no en la conveniencia. Y ojalá su voz siga resonando en los pasillos de los partidos, en las tribunas, en las marchas, recordándonos que ser de izquierda no es un carnet de impunidad, sino una responsabilidad moral frente al sufrimiento de los pueblos.
La muerte de Mujica es, también, una oportunidad. Para preguntarse qué significa hoy ser de izquierda. Para mirarse al espejo sin los disfraces del poder. Para recordar que, sin la verdad, la revolución se convierte en impostura. Y que, sin honestidad, cualquier ideología se vacía de sentido.