Colectivo Cala

Hablar de interseccionalidad y trabajar desde este enfoque implica no olvidar el eje de la raza y del racismo. La única forma de liberar a la sociedad de la opresión del racismo es hablar de la blanquitud y sus privilegios, lo que supone un cambio radical en la forma de analizar este problema.

El Colectivo Cala ha entrevistado a Chaimaa Burkshara, filóloga, comunicadora y activista decolonial marroquí, en el marco del proyecto “Atravesadas: Procesos educomunicativos de la rabia a la acción”.  

Burkshara es licenciada en Estudios Árabes e Islámicos, especializada en igualdad de género y diversidad cultural y cofundadora del medio de comunicación Afrocolectiva

Como hemos podido aprender de ella, hablar de interseccionalidad y trabajar desde este enfoque es no olvidarnos del eje raza y del racismo. Su trabajo está muy ligado al activismo en las redes sociales y concretamente en uno de los posts que comparte con Afrocolectiva, nos habla que la  única forma de liberarnos como sociedad de la opresión del racismo es hablar de la blanquitud y  de los privilegios, lo que supone un cambio radical en la forma de analizar el racismo.

Esta ha sido la primera pregunta que le hemos lanzado:

Colectivo Cala:

¿Podrías profundizar un poco más lo que supone este cambio de enfoque y cómo podríamos pasarlo de la teoría a la práctica (tanto personal como en el trabajo que desarrollan las  organizaciones educativas transformadoras)? ¿Qué relación tiene este cambio de enfoque con la necesaria desuniversalización de la mirada que la que nos hablas en tus formaciones y redes  sociales? 

Chaimaa:

La interseccionalidad es una palabra que suena cada vez más. En charlas, en campañas, en escuelas, en talleres de diversidad. Todo el mundo la usa. Pero algo extraño ha pasado, cuanto  más se repite, más se aleja de lo que originalmente significaba. La interseccionalidad fue una  herramienta creada por mujeres negras — principalmente desde el pensamiento afroamericano — para denunciar que las formas de opresión no actúan por separado. No es que una persona  sea “mujer por un lado” y “negra por otro”, como si llevara etiquetas independientes. Es que esas  identidades están entrelazadas y producen formas específicas de discriminación. 

Pero hoy, muchas veces, cuando se habla de interseccionalidad, se hace sin hablar de racismo. O se menciona la “raza” como una categoría más, sin detenerse a pensar lo que eso significa en nuestras sociedades: una jerarquía brutal que determina quién tiene más acceso, más seguridad, más voz, más credibilidad… y quién no. Incluso en espacios que se dicen feministas, progresistas, educativos o inclusivos, es común que se hable de género y de clase, pero se evite la cuestión  racial. ¿Por qué? Porque hablar de racismo obliga hablar de poder. Y hablar de poder, incomoda. 

Más aún, hablar de racismo nos obliga a hablar de la blanquitud. Y eso, en muchos contextos, es lo más difícil. 

La blanquitud no es simplemente el hecho de tener la piel clara. Es una posición social construida  históricamente desde el colonialismo, el esclavismo y el imperialismo europeo, que ha definido  qué vidas valen, qué cuerpos importan y qué saberes se consideran universales. 

Lo blanco ha sido la medida de lo humano, la hybris del punto cero, en palabras de Santiago Castro Gómez. Todo lo demás ha sido lo diferente, lo otro, lo que necesita integrarse,  educarse, blanquearse, civilizarse. Y esto no es cosa del pasado. Sigue siendo la lógica que  organiza nuestras escuelas, nuestros medios de comunicación, nuestras leyes, nuestras  relaciones personales y nuestras formas de mirar el mundo. 

Entonces me pregunto, ¿De qué sirve hablar de racismo si nunca hablamos de la blanquitud? No hay forma de hablar de racismo de manera clara si no se cuestiona también la blanquitud. No se trata solo de visibilizar las violencias que sufrimos las personas racializadas. Se trata de señalar quién tiene el poder para ejercer esas violencias y beneficiarse de ellas. Como decía Audre Lorde: “Las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. 

Nombrar la blanquitud como estructura de poder es ir más allá de las buenas intenciones. Es hablar de jerarquías. Es decirle al sujeto blanco: no basta con que no seas racista, tienes que  hacerte cargo de tus privilegios.

Houria Bouteldja, en su libro Los blancos, los judíos y nosotros, lo dice sin rodeos: “No hay lucha  antirracista sin traición a la blanquitud.” No se trata solo de solidaridad simbólica, sino de poner en juego ese lugar de superioridad histórica, aunque duela, aunque incomode. Ramón Grosfoguel,  por su parte, insiste en que si no ponemos el foco en las estructuras de poder, entre ellas la  blanquitud, el patriarcado y el capitalismo racial, seguimos atrapados en una lógica eurocéntrica.  Seguimos mirando el mundo desde el centro, y a los márgenes como excepciones que hay que  incluir. Pero no queremos ser incluidas en un sistema que nos oprime. Queremos transformarlo  desde la raíz. 

Colectico Cala:

¿Y cómo se hace eso en lo cotidiano? 

Chaima:

Sabemos que estas ideas pueden parecer muy grandes, muy teóricas. Pero lo personal también es político. Y lo político también se transforma en lo cotidiano. Aquí algunas formas en las que este cambio de mirada puede aterrizarse en la vida diaria, tanto en lo individual como en lo colectivo: 

– Nombrar lo que normalmente no se nombra 

Una de las formas más sutiles de violencia es el silencio. El silencio sobre el racismo. Sobre las  experiencias de quienes lo sufrimos. Sobre el lugar que ocupan las personas blancas. En muchos  espacios, cuando una persona negra o racializada habla de su experiencia, se le pide que baje el tono, que sea más amable, que no generalice. En cambio, el sujeto blanco sigue siendo invisible, neutro, universal. Hablar de blanquitud es romper ese silencio. Es incomodar al poder. Es decir: aquí también hay una posición que sostiene el sistema. 

– Reconocer los privilegios (aunque no sean “culpa” de nadie) 

Muchas personas blancas sienten que hablar de privilegios es una acusación personal. No lo es. No es culpa que hayas nacido donde naciste o con la piel que tienes. Pero sí es tu responsabilidad cuestionar lo que haces con ese lugar. ¿Te abres a escuchar o te pones a la  defensiva? ¿Usas tu voz para amplificar otras voces o para seguir ocupando todos los espacios?  ¿Cedes espacio, recursos, protagonismo, o solo hablas “en nombre de” las demás? 

– Descentrar la mirada 

Cuando hablamos de “desuniversalizar” la mirada, nos referimos a eso: dejar de asumir que lo  blanco, lo europeo, lo occidental, lo urbano o lo académico es lo normal, y todo lo demás es la  diferencia. En la educación, por ejemplo, ¿qué autores se leen? ¿Qué cuerpos ilustran los libros?  ¿Qué lenguas se valoran? ¿Qué conocimientos se consideran válidos? Descentrar la mirada es  reconocer que hay otras formas de saber, de vivir, de pensar, de habitar el mundo que han sido  históricamente invisibilizadas y necesitamos rescatar. 

– Pasar de la empatía a la acción 

No basta con sentirse mal por el racismo. No basta con compartir un post o ir a una charla. ¿Qué  haces cuando ves una injusticia? ¿A quién votas? Cuando organizaciones antirracistas pidan que pongas el cuerpo y utilices tu privilegio firmando una petición y saliendo a manifestarte, ¿Qué haces al respecto? ¿Qué haces frente a situaciones racistas en tu entorno de trabajo o ocio? ¿Qué haces cuando te das cuenta de que en tu equipo solo hay personas blancas? Ser antirracista no es una identidad: es una práctica constante, y a veces incómoda. No es para sentirte bien contigo misma, sino para cambiar algo real. 

-Volver al sentido político de la interseccionalidad 

La interseccionalidad no es un término “bonito” para hablar de la diversidad. Es una forma radical  de entender cómo las opresiones se cruzan y se refuerzan, y, por tanto, cómo deben desmantelarse juntas. Si borramos el eje racial, estamos haciendo trampa. Si evitamos hablar de blanquitud, no estamos haciendo antirracismo: estamos haciendo marketing de la inclusión. 

Tenemos que dejar de maquillar las desigualdades y empezar a nombrarlas con todas sus letras.  Aunque nos incomoden. Aunque nos duelan. Porque el racismo no es solo una cuestión de  actitudes o prejuicios, sino de estructuras. Y las estructuras solo se transforman si primero se  reconocen.

Foto portada: Cortesía