En una sala gris de la antigua fábrica de Oskar Schindler en Cracovia, vi por primera vez, con los ojos empañados y el estómago revuelto, los carteles originales que empapelaban la Alemania nazi en los años treinta. En ellos, se pedía a los ciudadanos denunciar a sus vecinos judíos. “Protégete. Denuncia al enemigo que vive al lado”, decían, con imágenes de hombres con nariz ganchuda y ojos huidizos, caricaturas deshumanizantes. El mensaje era claro, y brutal: el miedo se vuelve virtud si lo usas para señalar al otro.

Hoy, esa escena no es solo un recuerdo sepia atrapado en un museo. El cartel con el Tío Sam que circula por redes sociales y que ha sido compartido por canales oficiales del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos —un cartel que clama “reporta a todos los invasores extranjeros”—, nos golpea con la misma violencia. No por su diseño, que apela al imaginario propagandístico clásico estadounidense, sino por su contenido, por lo que insinúa y por lo que grita. Me horrorizó ver que lo que entonces era el principio del exterminio hoy parece parte de un programa político legítimo. No se trata de un desliz. No es un meme extraviado en las cloacas de internet. Es un síntoma.

La imagen, difundida por cuentas oficiales, fue diseñada por un autodenominado supremacista blanco, un tal Mr. Robert, que en sus publicaciones suele hablar de una “gran esperanza blanca”. Que esta pieza de odio haya sido adoptada y difundida por un gobierno democrático debería alarmarnos como lo haría ver de nuevo a las camisas pardas desfilando por Berlín. Porque la historia no se repite, pero rima. Y el eco de aquellos años hoy resuena con un timbre familiar. Es el mismo léxico que usó Joseph Goebbels para preparar el terreno de la Shoá. Cambian las víctimas, no la mecánica.

Que esta pieza de odio haya sido adoptada y difundida por un gobierno democrático debería alarmarnos como lo haría ver de nuevo a las camisas pardas desfilando por Berlín.

Los inmigrantes —especialmente los que no son blancos, los que vienen de América Latina, de África, del mundo árabe— son presentados en este cartel como “invasores”. El lenguaje importa. Nadie duda que la palabra “invasor” evoca guerra, agresión, amenaza. No es casual. Es el mismo vocabulario que Goebbels usaba para referirse a los judíos. Y, como entonces, hoy se le pide al buen ciudadano que denuncie. No ya por la patria, sino —y esto hiela— “por sí mismo”. Como si la mera presencia del otro pusiera en peligro su integridad.

Trump no es un loco. Hitler tampoco lo era. Ambos son, o fueron, intérpretes lúcidos de un miedo colectivo, de una necesidad de enemigo, de un deseo profundo de pertenencia a costa de excluir al otro.

Y eso es lo que empieza a ocurrir en Estados Unidos. Un país que alguna vez se erigió como refugio de los perseguidos, se convierte ahora en cazador. El Tío Sam —símbolo de reclutamiento patriótico en guerras que se libraban supuestamente por la libertad— se transforma en vigilante de la xenofobia, alentando a los ciudadanos a denunciar a quienes huyen de dictaduras, la miseria, del narco, del hambre o de la guerra.

Pero la historia es aún más grotesca. Trump, ese adalid del “muro” y de la “pureza nacional”, es también el aliado incondicional de otro régimen que repite, con precisión escalofriante, los métodos del nazismo: el Israel de Netanyahu. Un gobierno que bombardea campos de refugiados, que mata a niños palestinos bajo la excusa de una guerra eterna, que confina a más de dos millones de personas en la franja de Gaza bajo condiciones que los organismos internacionales no dudan en llamar crímenes de guerra.

Lo verdaderamente peligroso no es el líder, sino el pueblo que lo sigue, lo aclama, lo legitima. La Alemania nazi no fue solo el fruto del fanatismo de su Führer. Fue posible porque millones decidieron mirar hacia otro lado o, peor aún, mirar con aprobación.

Lo verdaderamente peligroso no es el líder, sino el pueblo que lo sigue, lo aclama, lo legitima. La Alemania nazi no fue solo el fruto del fanatismo de su Führer. Fue posible porque millones decidieron mirar hacia otro lado o, peor aún, mirar con aprobación.

Ese mismo riesgo recorre hoy Estados Unidos. Cuando un país empieza a medir su grandeza en función de a cuántos puede expulsar, detener o silenciar, no está en camino a recuperarse: está en camino a perderse. El cartel del Tío Sam no es solo propaganda. Es un síntoma de descomposición moral. Una pieza que encajaría perfectamente en los muros de Cracovia, junto a los que advertían del “peligro judío”, pero con un nuevo objetivo: los migrantes que huyen de la violencia, la miseria o la esperanza rota.

No hay excusa posible. Ni la seguridad nacional, ni el control migratorio, ni el supuesto “orden”. Porque, como en los años treinta, lo que comienza como una política puede terminar como un crimen. Y quienes hoy denuncian, mañana pueden ser denunciados. Porque la historia ha mostrado que ningún muro detiene la infamia cuando esta se vuelve ley.

Estados Unidos aún está a tiempo de no repetir los errores más atroces del siglo XX. Pero para eso, tiene que mirar de frente el horror que está empezando a permitir. Tiene que recordar que aquellos que callan o consienten se convierten, queriéndolo o no, en cómplices.

Y un día, quizás demasiado tarde, también ellos estarán en los muros del museo. Como advertencia.

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