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Este miércoles la poeta Gioconda Belli recibía en Salamanca, España, el Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía. En un acto solemne, en la universidad, Belli se convertía en la tercera nicaragüense, tras Ernesto Cardenal y Claribel Alegría, en recoger este importante galardón de las manos de la reina emérita de España. En la mesa presidencial, la vicepresidenta del Gobierno de España y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, a la que Gioconda Belli apoyó durante la última campaña electoral. También el rector de la Universidad de Salamanca, Ricardo Rivero, que fue el encargado de abrir una ceremonia en la que no faltaron las continuas alusiones a la situación de exilio que padece la poeta y, en general, a las circunstancias actuales de una Nicaragua convertida en una cruel dictadura a ojos de toda la comunidad internacional.

El discurso de recepción del premio por parte de la poeta fue emocionante, muy bien construido, divertido por momentos y siempre provocando el interés sin llegar en ningún momento a aburrir. A pesar de que la escritora apostó por relatar una trayectoria y circunstancias vitales de sobra conocidas, lo narró con tal verdad que pareciera que hacía por primera vez. Y en eso radica en parte la magia que Gioconda Belli construye con palabras y la capacidad de seducción que hace que mil veces que la escuches leer el mismo poema o relatar la misma historia, siempre se nos dibuja como nueva.

No es este premio uno más en la carrera de Gioconda Belli, adornada con multitud de reconocimientos prácticamente desde el inicio de su carrera. Por eso era un buen momento para echar la vista atrás, para volver a aquella muchacha inquieta que encontró en la poesía el camino para entender el mundo y, así lo lleva haciendo desde entonces, para incidir en el de los demás.

Gioconda Belli ha sido, es muchas poetas a la vez. La poeta militante y comprometida y también la escritora que como pocas han sabido escribir sobre y desde la feminidad.

Echar la vista atrás es reconocerse como parte de una tradición, como un eslabón en la sorprendente historia poética de un país pequeño, sí, pero a su vez una inmensa república de las letras.

Luchadora incansable, como Sísífo, Gioconda pareciera condenada a subir una y otra vez la roca de la rebeldía hacia una cumbre que siempre la expulsa y la obliga a comenzar de nuevo y a pesar de ello, no desfallece.

Nicaragua otra vez amordazada, encadenada por otro tirano más en la desdichada historia que le ha tocado repetir en ciclos que no quieren terminar. Pero no es Nicaragua, no es Centroamérica… es el mundo el que está en llamas.

En Salamanca pudimos ver a una Gioconda Belli en plenitud que, como dice en su poema con ese título, se sentía como un árbol que se supiera mujer; no quebradiza rama sino rotunda intuición, y la sólida certeza de saber dónde es que estoy. Y la poeta está, más allá de exilios, en la plenitud de una carrera literaria y vital que ha ido hilando, más que paralelamente, de manera indisociable. 

No podía terminar la ceremonia de otra manera que con poesía, porque lo que allí se estaba celebrando era eso precisamente, la voz poética de una mujer heredera de una estirpe que en el lenguaje encontró la forma de hacer más habitable el mundo y, en tiempos de incertidumbres plantear las preguntas precisas para ayudarnos a encontrar algunas respuestas en las que cobijarnos.