El Ayuntamiento de Oslo, disfrazado de selva tropical para la ocasión, no solo albergaba este miércoles una silla vacía, sino también una contradicción incómoda. Mientras las bromelias intentaban simular el calor del trópico venezolano, el frío aire escandinavo se llenaba de advertencias sobre una enfermedad política que ya no conoce fronteras. La ausencia de María Corina Machado —el “símbolo mudo” del destierro— no fue solo una denuncia contra el chavismo, sino un espejo donde otras tiranías, y quizás algunas democracias enfermas, debieron mirarse con vergüenza.
Si la voz de Anna Corina Sosa, leyendo las palabras de su madre, pintó la epopeya dolorosa de una Venezuela quebrada, fue el discurso de Jørgen Watne Frydnes, presidente del Comité Nobel, el que transformó la ceremonia en una autopsia del presente global. Frydnes no solo enumeró los horrores del régimen de Maduro —la tortura eléctrica a niños, el secuestro de adolescentes como Samantha Sophia Hernández—, sino que lanzó una alerta que resonó como un disparo en la conciencia de Occidente: “Los autoritarios están ganando”. Pero lo más perverso de este avance, aquello en lo que Frydnes puso el dedo en la llaga, es la sofisticación del engaño: los nuevos déspotas no siempre llegan con tanques, sino camuflados bajo la palabra “libertad”, vaciándola de significado hasta convertirla en un eslogan para imponer justo lo contrario.
Y es aquí donde la ceremonia de Oslo se ha tornado un teatro de sombras. En la sala, aplaudiendo la dignidad de Machado, se encontraba Javier Milei. Su presencia encarnaba la gran ironía de nuestro tiempo: un líder que se alinea con la causa democrática venezolana mientras, en su propio ejercicio del poder, representa para muchos precisamente ese modelo autoritario que, bajo la bandera de una “libertad” absoluta de mercado, a menudo atropella los consensos institucionales que Frydnes defendía como “válvulas de seguridad”. Ver a Milei allí fue ver la paradoja hecha carne: el combate contra una dictadura de izquierdas apoyado por el estandarte de un populismo de derechas que comparte, en el fondo, el mismo desprecio por la moderación democrática.
Esta contradicción se agudiza al mirar hacia el norte. Machado ha señalado que ve en Donald Trump un “papel clave” para la transición. Sin embargo, la historia nos enseña que no se puede construir un templo democrático utilizando los martillos del autoritarismo. Que la salida de la dictadura venezolana venga de la mano de Trump sería un desenlace amargo, un pacto con el diablo donde se busca la libertad a través de quien ha demostrado despreciar las reglas del juego democrático en su propia casa. Desear que la tiranía caiga es un imperativo moral, pero hacerlo validando modelos que manipulan la democracia es una victoria pírrica.
Mientras tanto, en la oscuridad del salón, otra sombra se proyectaba con fuerza: la de Nicaragua. Aunque ausente de manera explícita en los discursos, el dolor venezolano es gemelo del nicaragüense. La maquinaria de terror descrita en Oslo —secuestros, exilio, silencio— es idéntica a la que opera en Managua. Venezuela y Nicaragua son dos habitaciones de la misma casa en ruinas, sostenidas por la misma red internacional de tiranías que incluye a Cuba, Rusia e Irán. El Nobel a Machado es, tácitamente, un reconocimiento a todos los que, en esa Centroamérica amordazada, también sufren el látigo de un sandinismo que devino en dinastía feudal.
Al final, la lección de Oslo fue más compleja que una simple celebración. Nos recuerda que la lucha por la democracia es como la construcción de un dique ante “aguas torrenciales”. Pero ese dique no se construye con cualquier piedra. Si para frenar al totalitarismo de un color utilizamos el autoritarismo de otro, el dique terminará cediendo. La libertad no admite atajos, ni manipulaciones semánticas, ni salvadores que se parecen demasiado a los verdugos.

