Pedro Lanzas (*)

Reflexión de sacerdote católico en el exilio.

Mis queridos hermanos y hermanas, felices fiestas de pascua de resurrección. En medio de la crisis y del dolor por la separación de nuestros seres queridos, no podemos olvidarnos de la alegría esperanzadora que nos trae la fiesta de la Resurrección del Señor.

Se suele decir que el acontecimiento de la resurrección de Jesús no se puede demostrar como un hecho histórico, con la misma objetividad que sí podemos demostrar el nacimiento y la muerte del Señor, con lo cual no se quiere decir que sea un hecho irreal, sino que su «realidad» está más allá de lo la experiencia física y demostrable.

La resurrección de Jesús no es un hecho realmente registrable en la historia; nadie hubiera podido fotografiar aquella resurrección. La resurrección de Jesús -objeto de nuestra fe-, es más que un fenómeno físico. De hecho, los evangelios no nos narran la resurrección: nadie vio a Jesús salir del sepulcro. Los testimonios que nos aportan los primeros cristianos son de experiencias de comunidades creyentes que, después de la muerte de Jesús, lo «sienten vivo», resucitado; pero no son testimonios del hecho mismo de la resurrección del Señor.

Es la fe en la Resurrección es la que da origen a la comunidad cristiana. En las acciones transformadoras que observamos, la más palpable que testimonia la resurrección de Jesús  fue, sin duda, la capacidad que tuvo esta experiencia para cambiar la vida de los discípulos.

Antes de la resurrección, los discípulos de Jesús estaban desunidos. Vivían disgregados, dominados por el egoísmo, divididos por las diferencias ideológicas y la diversidad de intereses, atemorizados por el miedo provocado por las autoridades que habían condenado a muerte a su maestro. Es la experiencia de la resurrección del Señor la que hace que aquel grupo de discípulos atemorizados y profundamente confundidos, vuelvan a convocarse y reunirse de nuevo en torno a la memoria de Jesús y de su causa; y guiados por el espíritu del Resucitado, se motivan a vivir el perdón y renacer así a una vida nueva.

La entonces pequeña comunidad de los discípulos no sólo se había disuelto por el «ajusticiamiento» de su líder, sino también por el miedo provocado por sus enemigos y por la inseguridad que deja en un grupo la traición de uno de sus integrantes. Seguro que muchos de nosotros tenemos las mismas experiencias. Si hemos vivido este tiempo de cuaresma en profunda reflexión sobre la vida de Jesús y si hemos iluminado con el evangelio el caminar de nuestra vida y la de nuestro pueblo; este año de un modo especial, por la situación de control represivo impuesto sobre los católicos y sus pastores; seguro que hemos captado con mayor profundidad el misterio de la muerte y resurrección celebrado en la Semana Santa que en años anteriores, distraídos en múltiples manifestaciones de la religiosidad popular.

Los corazones de todos estaban heridos por lo que había pasado con Jesús, su líder y maestro. Pero lo más grave es que no se habían convocado como grupo, como comunidad y como pueblo para defender el proyecto de vida anunciado por el Nazareno. Con su muerte, unos se habían escondido, otros huyeron y todos tenían miedo. A la hora de la verdad, todos eran dignos de reproche: Nadie había entendido correctamente la propuesta del   Maestro de Nazaret. Por eso, quien no lo había traicionado lo había abandonado a su suerte. Y si todos eran dignos de reproche, todos estaban necesitados de perdón.

En esas circunstancias, volver a dar cohesión a la comunidad de seguidores, darles unidad interna en el perdón mutuo, en la solidaridad, en la fraternidad y en la igualdad, era humanamente un imposible. Sin embargo, la presencia y la fuerza interior que les da la fe en el «Resucitado» lo logró.

Este es el mejor testimonios que hoy podemos dar los cristianos de Nicaragua: Vencer el odio, la venganza, y dar un paso a delante en unidad, superando las diferencias y el miedo. Cuando los discípulos de la primera comunidad sienten interiormente esta presencia transformadora de Jesús, es cuando realmente experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las pruebas exteriores de la misma. El contenido simbólico de los relatos del Resucitado actuante que presentan a la comunidad, revela el proceso renovador que opera el Resucitado en el interior de las personas y del grupo.

Magnífico ejemplo del efecto de la Resurrección puede producir también hoy entre nosotros, en el ámbito personal y comunitario. La capacidad del perdón, de la reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás, la capacidad de reunificación y la de transformarse en proclamadores eficientes de la presencia viva del Resucitado, puede obrarse también entre nosotros como en aquel puñado de hombres y mujeres tristes, cobardes y desperdigados a quienes transformó el milagro de la Resurrección.

Un testimonio de la Resurrección lo podemos encontrar en Monseñor Álvarez que   -convencido de su fidelidad al proyecto de Dios que dicta su conciencia-, acepta con voluntad esperanzadora las consecuencias que ante los poderes de este mundo pueden acarrearle, con la fe firme de estar de parte de la verdad. Esa fe le da fuerzas y valor para superar los riesgos que provocan esas decisiones, pero convencido de que Dios está de su parte. Esa firmeza y valentía es la fuerza que da la fe en la resurrección, ese testimonio es el milagro que produce esa fe en nosotros.

Los apóstoles anunciaban una resurrección muy concreta: la de aquel hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado, excomulgado y condenado.

Cuando Jesús fue atacado por las autoridades, se encontró solo. Sus discípulos lo abandonaron, y Dios mismo guardó silencio, como si estuviera de acuerdo. Todo pareció concluir con su crucifixión. Todos se dispersaron y quisieron olvidar.

Pero ahí ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios daba la cara por Jesús, y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra.

Jesús está vivo, no pudieron hundirlo en la muerte. Dios lo ha resucitado, lo ha sentado a su derecha misma, confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra, de su causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo expulsaron de este mundo y despreciaron su causa. Dios está de parte de Jesús, Dios y respalda la misión del Crucificado. Jesús de Nazaret ha resucitado y vive.

Y esto era lo que verdaderamente irritó a las autoridades judías: Jesús les irritó estando vivo, y lo hizo igualmente estando resucitado. También a ellas, lo que les irritaba no era el hecho físico mismo de una resurrección, que un ser humano muera o resucite. Lo que no podían tolerar era pensar que la causa de Jesús, su proyecto, su utopía, que tan peligrosa habían considerado en vida de Jesús y que ya creían enterrada, volviera a ponerse en pie y resucitara. No podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por aquel crucificado condenado y excomulgado. Ellos creían en otro “dios”.

Muy importante que reflexionemos hoy en nuestras comunidades asediadas, perseguidas y crucificadas sobre esta experiencia de los discípulos de Jesús; que les levantó el ánimo y les dio la valentía y la fuerza para predicar los valores de una persona nueva, resucitada, de un mundo nuevo. Eso es vivir como resucitados en nuestro pueblo.

La resurrección de Jesús no tiene parecido alguno con la «reviviscencia» de Lázaro. La de Jesús no consistió en la vuelta a esta vida, ni en la reanimación de un cadáver. La resurrección (tanto la de Jesús como la nuestra) no es una vuelta hacia atrás, sino un paso adelante, un paso hacia otra forma de vida: La de Dios.

Importa recalcar este aspecto para darnos cuenta de que nuestra fe en la resurrección no es la adhesión a un «milagro» -como ocurre en tantas religiones-, que tienen mitos de resurrección. Nuestra afirmación de la resurrección no tiene por objeto un hecho físico sino una verdad de fe con un sentido muy profundo, que es el que queremos desentrañar en estos días santos.

(*) Sacerdote católico.