La madrugada del 14 de junio de 2025 murió en el exilio Violeta Barrios de Chamorro, primera mujer presidenta de Nicaragua, y figura clave de la transición democrática del país tras la guerra civil. Tenía 95 años. Murió en paz, pero lejos de su patria. En un comunicado sus hijos e hijas, Pedro Joaquín, Claudia, Cristiana y Carlos Fernando, tres de ellos perseguidos, encarcelados o desterrados por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo, informaron que «sus restos descansarán temporalmente en San José, Costa Rica, hasta que Nicaragua vuelva a ser República, y su legado patriótico pueda ser honrado en un país libre y democrático”, dijeron.
En su partida, se cierra un ciclo histórico: el de una Nicaragua que alguna vez intentó la reconciliación, sanar y caminar hacia la democracia, pero que hoy vuelve a respirar el aire pesado de la represión, el autoritarismo y el exilio.
La muerte de doña Violeta no es solo la desaparición física de una líder, sino un espejo incómodo de lo que fuimos y de lo que hemos dejado de ser. En su figura convergen varias historias que aún siguen abiertas: la lucha contra el autoritarismo, la búsqueda de paz, el ejercicio del poder, y la defensa de las libertades públicas. Su vida es testimonio de que la democracia, incluso en sus formas más modestas, puede abrir caminos donde solo había trincheras.
La presidenta improbable
Nacida en Rivas en 1929, en una familia acomodada, Barrios no fue una política de carrera. Fue esposa del periodista Pedro Joaquín Chamorro, mártir de las libertades públicas, asesinado en 1978 por la dictadura somocista. Desde entonces, su nombre quedó ligado de forma inseparable a la historia nacional. Pero fue en 1990, en uno de los momentos más críticos del país, que aceptó la candidatura por la Unión Nacional Opositora (UNO), una heterogénea coalición de fuerzas antagónicas unidas por un mismo objetivo: terminar con la guerra y desalojar democráticamente al Frente Sandinista del poder.
Su victoria electoral —contra todo pronóstico— fue un punto de inflexión: por primera vez en la historia de Nicaragua, un gobierno armado entregaba el poder de manera pacífica a través de unas elecciones. Su presidencia no fue transformadora en términos económicos ni sociales, y ella misma reconoció sus limitaciones, pero fue profundamente significativa. Gobernar en un país devastado por la guerra, con una institucionalidad frágil y un ejército aún leal al sandinismo, fue un acto de valor cívico más que de estrategia política. Su principal legado fue desarmar a la Contra, pacificar el país y evitar una nueva ola de violencia.
Una pausa en la oscuridad
El mandato de doña Violeta fue una pausa luminosa entre dos períodos oscuros: la dictadura somocista y la actual deriva autoritaria de Daniel Ortega. Su presidencia, marcada por el desarme y la reconciliación, intentó construir una cultura de convivencia democrática que, por un tiempo, pareció posible. Pero no fue suficiente para consolidar una institucionalidad robusta. La “piñata” de bienes estatales del sandinismo antes de la transición, el boicot interno y las presiones económicas heredadas limitaron enormemente su margen de acción. Aun así, gobernó con una honestidad que hoy resulta excepcional, sin revanchismo y con una vocación genuina de servicio público.
La Nicaragua que no pudo abrazarla
Su muerte en el exilio —y el hecho de que sus hijos hayan sido perseguidos, encarcelados o desterrados por el régimen— revela una verdad dolorosa: Nicaragua ha retrocedido en aquello que Violeta Barrios ayudó a construir. Que sus restos no puedan ser enterrados en su tierra natal hasta que “Nicaragua vuelva a ser República” no es una frase simbólica: es una denuncia, un clamor, una promesa pendiente.
La paradoja es brutal. La mujer que representó la reconciliación muere lejos de la patria, mientras sus hijos han sido despojados de su nacionalidad por el régimen. Es la imagen más clara del derrumbe institucional del país y de la sistemática anulación del disenso. Su vida fue ejemplo de tolerancia. Su muerte, síntoma de una intolerancia reinante.
El poder de la sencillez
Parte de lo que hizo a Violeta Barrios una figura tan querida por el pueblo fue su lenguaje campechano, su trato directo, su honestidad emocional. Usaba expresiones como “mis muchachos” para referirse a las y los periodistas, a quienes consideraba aliados en la defensa de las libertades. No ocultaba su vulnerabilidad, ni su fe, ni sus dudas. Fue una figura política atípica: madre de una familia dividida ideológicamente, logró ser el punto de unión en su casa, así como lo fue —momentáneamente— en la nación.
Su liderazgo, lejos del carisma populista o el autoritarismo tecnocrático, se basó en una dignidad silenciosa, una resistencia civil y una ética del deber. Gobernó sin odios y sin ambiciones personales. No buscaba honores ni poder. Su legado, sin embargo, la ha convertido en una de las figuras más trascendentes de la historia política nicaragüense.
Cuando terminó su período presidencial, dejó el poder y se fue a su casa sin aferrarse a este o preservar cuotas, es decir que asumió la política por imperativo moral y no por ambición.
Una figura para el futuro
Hoy que su imagen se despide entre homenajes en el exilio, su nombre se convierte en bandera para quienes, desde dentro y fuera de Nicaragua, siguen creyendo en la posibilidad de un país libre, justo y democrático. La historia que ella ayudó a escribir no ha terminado. En realidad, sigue en disputa.
Doña Violeta representa ese tipo de liderazgo que no se impone, sino que se gana. Su presidencia imperfecta fue, paradójicamente, la más democrática y humana que hemos conocido. Su vida entera es una invitación a creer que otra Nicaragua es posible.
Hoy no solo despedimos a una expresidenta. Despedimos a una generación que creyó en la paz sin fusiles, en la palabra sin censura, y en la política sin odio. Lo que venga después dependerá, en gran parte, de que sepamos honrar su memoria no solo con palabras, sino con acciones.
Descanse en paz, doña Violeta. La patria, algún día libre, volverá a abrazarla.