Hay heridas que no se ven, pero se sienten con una intensidad que traspasa el cuerpo. La reforma constitucional que ordenaron Daniel Ortega y Rosario Murillo el 16 de mayo para cancelar la doble nacionalidad en Nicaragua, no es solo una modificación legal. Es un golpe profundo al corazón de un pueblo que ha sido desmembrado por la violencia, la persecución y el exilio.

Miles de mujeres y hombres nicaragüenses han tenido que partir dejando atrás no solo su tierra sino también su historia, sus sueños y sus raíces. Lo hicieron primero por razones económicas y después, porque la patria ya no era segura, porque el miedo creció en sus calles y el silencio se convirtió en la ley. Encontraron en otros países un refugio y la esperanza de reconstruir sus vidas. Y, en muchos casos, ese refugio los recibió con la posibilidad de una nueva nacionalidad.

La doble nacionalidad fue siempre un puente de identidad, un reconocimiento de que la historia personal puede tejerse entre dos tierras, que no hay contradicción en amar a Nicaragua con la misma intensidad con la que se abraza un nuevo hogar. Era el derecho que permitió a la gente que se encuentra en el exilio mantener viva la memoria de la patria mientras construía futuros.

Pero el régimen Ortega-Murillo ha decidido romper ese puente. En un acto de venganza y control, han convertido ese derecho en castigo, en herramienta de exclusión y despojo. No es casualidad que esta reforma venga acompañada de confiscaciones de bienes y de la criminalización de la disidencia. El mensaje es claro: quien se atreva a buscar libertad fuera, será expulsado simbólicamente de su propia historia.

Esta decisión encierra una paradoja brutal: mientras Ortega y Murillo hipotecan la soberanía nacional ante potencias extranjeras como Rusia y China, cercenan la soberanía individual de la ciudadanía, reduciendo la nacionalidad a un privilegio condicionado por la lealtad al régimen. La patria ya no es el vínculo de amor y pertenencia, sino un botín político.

Desde el exilio, las personas nicaragüenses resisten. Las palabras de mi amigo y colega Octavio Enríquez Cabistán resuenan con fuerza: “Ahora quieren constitucionalizar otra forma de privación de la nacionalidad. El tema es que jamás podrán arrebatarnos a Nicaragua. Ese país nos define siempre adonde quiera que vayamos como los lagos, los volcanes, y los dos océanos que bañan nuestras costas». Porque la identidad no se extingue con un decreto, ni la dignidad se doblega con leyes injustas.

Es doloroso pensar en «María», que dejó a sus hijos en Nicaragua para buscarles un futuro seguro y ahora enfrenta la amenaza de perder la nacionalidad que la une a su tierra natal. Su historia es la de tantos otros y otras que viven divididos entre el amor por la patria que se fue y el país que los acogió. La ley intenta imponer una cruel disyuntiva: renunciar a la nacionalidad de origen o perder la nueva. Pero ni la ley ni el miedo pueden arrancar las raíces profundas que anclan la identidad.

Este acto no solo fragmenta familias y comunidades; también fractura el alma colectiva de Nicaragua. La patria se convierte en un lugar al que no se puede volver, en un recuerdo doloroso y en un presente incierto. Pero al mismo tiempo, en ese dolor y en esa distancia se forja una resistencia invisible, una esperanza indomable.

Porque no importa cuántos decretos tallados en la sombra intenten apagarlo, ni cuántos derechos traten de arrebatarnos como hojas al viento: el amor por Nicaragua arde como un fuego eterno, inextinguible. Es esa llama rebelde, incandescente, la que aviva la esperanza dormida de un país que, algún día, abrirá sus pulmones al aire libre y respirará profundo, libre de miedo y cadenas.

Es la batalla por la memoria, por la identidad y por la justicia, que no termina en papeles o leyes, sino que vive en cada gesto de resistencia, en cada abrazo a la distancia, y en cada sueño que se niega a morir. Porque la patria no se pierde, se lleva adentro. Y mientras haya uno o una sola nicaragüense que sueñe con libertad, Nicaragua seguirá viva, fuerte y eterna.

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