A Fátima le robaron la infancia y le arrebataron el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. No fue la maternidad un destino escogido, sino un designio impuesto por la violencia y la indiferencia de un Estado que, en lugar de ampararla, la condenó a parir al hijo de su violador. Ahora, la ONU alza la voz que durante años se negó a escuchar: la maternidad forzada es una forma de tortura y, en el caso de Fátima, Guatemala es culpable.

La historia de Fátima no es la de una sola niña. Es la historia compartida por miles de niñas y adolescentes en América Latina, en países donde la maternidad forzada se sigue justificando con dogmas y estructuras patriarcales que prefieren preservar el silencio antes que proteger la vida de las mujeres. La reciente condena de la ONU no solo es un hito en la historia de Guatemala: es un aldabonazo para toda la región.

La historia de Fátima no es la de una sola niña. Es la historia compartida por miles de niñas y adolescentes en América Latina, en países donde la maternidad forzada se sigue justificando con dogmas y estructuras patriarcales que prefieren preservar el silencio antes que proteger la vida de las mujeres. La reciente condena de la ONU no solo es un hito en la historia de Guatemala: es un aldabonazo para toda la región.

En Nicaragua, en enero de este año, la ONU emitió otra condena histórica contra el Estado por obligar a dos niñas —Lucía y Susana— a ser madres tras sufrir violencia sexual. Nicaragua, como Guatemala, negó a estas niñas el derecho a decidir, las silenció y las empujó a la maternidad como única salida, como única opción. En un país donde la prohibición absoluta del aborto no deja resquicio ni para la compasión, la maternidad forzada se convierte en un mandato brutal. En Nicaragua, las niñas no son dueñas de su cuerpo: la ley y la cultura patriarcal se encargan de recordárselo.

La historia de Lucía y Susana —como la de Fátima— pone de manifiesto que la maternidad forzada no es un hecho aislado: es una práctica sistemática, una forma de violencia que niega a las niñas su derecho a la dignidad, a la educación, a la infancia misma. Es, como bien subraya la ONU, una forma de tortura.

En Perú, el caso de Camila en 2023, y en Ecuador, la condena por casos similares, muestran que esta violencia trasciende fronteras. Se perpetúa en sistemas de justicia ineficaces, en legislaciones ancladas en el miedo y el control sobre los cuerpos de las mujeres, en sociedades que siguen considerando a las niñas como madres potenciales y no como personas con derechos.

Pero volvamos a Guatemala, donde la maternidad forzada sigue siendo una condena para miles de niñas. Más de 14.000 partos en menores de 14 años en apenas seis años: una cifra que duele y que desnuda la complicidad de un Estado que mira hacia otro lado. Porque la salud mental y la dignidad de una niña no deberían medirse solo en centímetros de riesgo físico, sino en el derecho fundamental a no ser madre si no se quiere, a no parir al hijo del monstruo que la violó.

La exigencia de la ONU es un llamado urgente: reformar la ley para que ninguna niña vuelva a ser madre por imposición. Impulsar una educación sexual integral que no sea un tabú, sino un salvavidas. Garantizar justicia efectiva para que los agresores no sigan campando a sus anchas en la impunidad. Y, sobre todo, escuchar la voz de las niñas y adolescentes que han sido silenciadas.

La maternidad forzada no es un fallo burocrático: es el síntoma de un patriarcado que controla y castiga, que reduce a las niñas a meros instrumentos de reproducción. Es la consecuencia de un poder que tolera —o incluso celebra— la violencia sexual como un derecho sobre sus cuerpos.

Fátima, Lucía, Susana, Camila y tantas otras niñas fueron obligadas a abandonar la escuela y a renunciar a la alegría de la infancia. Les arrebataron el futuro y las condenaron a un presente marcado por el dolor. Sus historias, y las condenas de la ONU, son un clamor que ya no se puede silenciar: son niñas, no madres.

América Latina debe escuchar este grito y convertirlo en acción. Porque no habrá justicia verdadera mientras una sola niña siga siendo obligada a parir el fruto de la violencia. Porque la infancia y la dignidad no son negociables. Porque el cuerpo de una niña no es el territorio de nadie más que suyo.

La reparación para Fátima y las demás niñas no es solo una cuestión de indemnización: es una cuestión de memoria y de justicia. De asegurar que su historia no se repita. De que la justicia deje de ser una utopía y se convierta, por fin, en una realidad tangible.

Son niñas, no madres. Y países como Guatemala, Nicaragua, Perú, Ecuador y tantos otros ya no pueden seguir ignorándolo.

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