31 de mayo de 2021. Salí de la Fiscalía General de la República con el alma revuelta, como quien despierta de una pesadilla sin nombre. Había declarado en un juicio cuyo sentido nunca me fue revelado, como tantos otros colegas citados, interrogados, usados. Las y los periodistas – quienes incomodamos, quienes preguntamos, los que insistimos– fuimos convertidos en piezas de ajedrez por una dictadura desesperada por mantener su narrativa.
La dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo urdía una acusación contra la Fundación Violeta Barrios de Chamorro (FVBCH) y su directora, Cristiana Chamorro. El supuesto: lavado de dinero. El objetivo era silenciar el apoyo al periodismo libre. Querían hacernos cómplices de una farsa, obligarnos a validar su mentira.
El fiscal que me interrogó insistía en que Cristiana “dictaba la línea editorial” al periodismo independiente y que los fondos que recibíamos eran favores personales. Incluso blandió una copia de un cheque de miles de dólares que jamás existió. Le pedí que mostrara la verdad, y como no la tenía, le llamé por su nombre: mentiroso. No le gustó, pero a veces, la verdad duele.
Cuando uno de mis colegas me preguntó qué mensaje tenía para Ortega, respondí sin titubeos: “¿Quién es Daniel Ortega?”. Hoy creo que aquella respuesta fue menos olvido que resistencia. Días antes, entre compañeros y compañeras periodistas, habíamos reflexionado sobre el poder que los medios tienen para construir y alimentar la figura de un tirano. Quizás, al negarlo, comencé a quitarle poder. Muchas notas importantes y reveladoras de su autoritarismo, para mí, tenían una foto o vídeo de su apariencia. Era un intercambio de puntos de vista, surgido a partir de la persecución judicial y política al periodismo independiente.
Parte de mi descendencia temían por mí. Me lo dijeron con brutal ternura: cárcel o muerte eran las únicas puertas que quedaban abiertas. Yo, insulino-dependiente, no sobreviviría al encierro. El 24 de junio de 2021 decidí partir. Sin equipaje, sin garantías, solo con la fe de seguir ejerciendo mi vocación, mi causa: el periodismo,la libertad de expresión. El exilio fue una decisión dolorosa y urgente.
Abrumada, salí “con una mano adelante y otra atrás”. Todo estaba listo… pero llegó lo inesperado: un compañero de viaje. Me llamaron y dijeron: “¿sabes con quién vas?, ¡con Octavio!”. Le conocía desde que fue compañero de estudios de mi hija. Admiraba su temple, su integridad, su enorme colección de premios que, pensaba yo, debían blindarle el alma. Pero en el camino supe que también lloraba: por sus hijos, por el país. Yo lloraba lo mismo.
Nos recogió un conductor afable. Nos contó que ya había llevado a cientos de personas por esa ruta de tierra, de miedo, de esperanza. En la frontera, entre guardias extranjeros y oficiales del Ejército nicaragüense, cruzamos un alambre de púas tan tenso como el silencio. Octavio quedó enganchado igual que yo. También el señor que nos acompañaba. Daba la sensación de que por las noches lo estiran para que personas de distintas contexturas atraviesen con dificultad. “No vuelvan a ver, ustedes no los pueden ver, ellos sí, tienen lentes de larga distancia”, nos dijo nuestro guía.
Mi amigo, mi colega a quien considero parte de mi familia, se había adelantado un poco y platicaba con tranquilidad con dos policías del país vecino. Me acerqué con cautela y él les dijo que también era periodista. No sé dónde fue a parar mi corazón. Al principio me imaginaba en los medios oficiales y oficialistas explicando por qué nos exiliábamos, hasta que entendí que eran de la nación vecina. Nunca voy a olvidar ese episodio.
Caminamos bajo un sol implacable, bordeando árboles y sombras. Un sendero que parecía eterno, una prueba para el cuerpo y el corazón.
En una casita de madera, una anciana nos recibió con café y rosquillas. Sentarnos en su corredor fue un breve respiro del desarraigo. Antes, habíamos compartido un desayuno tan sencillo como sabroso: frijoles, huevos, cuajada, café. “Este es el último desayuno nica que vamos a comer”, dijo Octavio, y su voz tembló con algo más que nostalgia.
Entre estaciones, oficinas, silencios, esperas, dormimos – por decirlo de alguna manera – donde pudimos. Comimos con gratitud. Pese al vaticinio de Octavio, desayunamos otra vez frijoles, huevos, queso y café, ¡riquísimo!. Volvimos a una de las oficinas gubernamentales y nos sellaron la entrada y salida del pasaporte del país vecino. Al día siguiente, nuestras rutas se bifurcaron. El abrazo de despedida fue un ancla que aún me sostiene. Nos abrazamos, lloramos. Nos prometimos memoria.
Pasaron los años, hasta que en octubre de 2024 nos reencontramos en un evento que unía literatura, periodismo y exilio. Contando nuestra historia, Octavio volvió a quebrarse al hablar de sus hijos. Y yo, otra vez, lloré con él. Esa caminata, ese desayuno, ese alambre de púas, ese abrazo… siguen vivos en mi pecho. Y sé que también en el suyo. Porque hay heridas que no cierran, y hay memorias que no se borran. Porque esto fue – y será siempre– una experiencia imborrable.
Foto: Creada con IA