Daniel Rodríguez Moya| Director de ‘Nicaragua, patria libre para vivir’

La última vez que vi a doña Chica Ramírez fue en una casa de seguridad en algún lugar de Nicaragua. Agosto de 2018 y el paisito era una auténtica ratonera flanqueada por paramilitares y policías que buscaban desesperadamente cualquier rastro de disidencia. Habían desatado una auténtica cacería. Casa por casa. Un par de días antes, por ejemplo, secuestraron a la estudiante Yaritza Mairena, a la que había podido entrevistar en las jornadas previas. A doña Chica no la buscaban para capturarla. Ella era consciente de que no pisaría las mazmorras del Chipote. Sabía que si la encontraban iría directamente a la morgue.

El día que obtuve mi carnet de conducir, en España, prometí que jamás lo haría en Nicaragua. Cuando fui a ver a doña Chica tuve que romper esa promesa. Una de las condiciones indispensables para llegar hasta la casa de seguridad era que nadie más nos podía acompañar. Solo el camarógrafo, que no podía manejar, Mónica López Baltodano, que confió en mí y gestionó el encuentro, y yo. Antes le aseguré a Mónica que no era muy buena idea que yo me pusiera al volante, pero ella insistió: “O manejás vos, o nada”. Y no iba a renunciar a ese encuentro por una promesa tan peregrina. En menos de cinco minutos desde que salimos hacia el lugar en el que se encontraba doña Chica, Mónica, que viajaba de copiloto, dijo algo como salido del alma: “Mirá maje, de verdad es que sos un pésimo conductor”. «Ya te dije», le contesté sin dejar de mirar al frente y a no más de 15 o 20 por hora.

Pasamos varias horas con doña Chica en aquella casa, que abandonaría, como venía haciendo en las últimas semanas, dos o tres días después como medida de seguridad. Cuando la vi en el recibidor, pequeña y aparentemente vulnerable, enseguida pensé en la mujer arrecha que fue capaz de poner al campesinado nicaragüense en pie contra el proyecto megalómano de Daniel Ortega de construir un canal interoceánico partiendo por la mitad el gran lago Cocibolca y cediendo a un misterioso empresario chino la potestad de expropiar las tierras que considerara. Así lo establecía la Ley 840 creada para tal propósito. Curiosa ley promovida por alguien que no deja de tener en su boca, como arma arrojadiza, el calificativo vendepatria.

Esa mujer ahora escondida, humilde hasta el extremo, y que enseguida entró a la cocina para terminar de preparar el desayuno con el que nos recibió, atesoraba desde 2013 la reserva ética de un país vapuleado por el dictador de turno. Charlamos sin tiempo. Su discurso, poderoso y muy bien armado, no era otro que el de la dignidad, con la sencillez de una persona que sabe como nadie el valor de cada palmo de tierra del lugar que la vio nacer.

Nos despedimos y me fui con la dicha de haber conocido a alguien irrepetible, a una de esas pocas personas que provocan cambios en el mundo.

A doña Chica Ramírez la volví a ver este dos de noviembre de 2021, en Upala, norte de Costa Rica, en un campamento de campesinos nicaragüenses exiliados. Apenas a unos pocos kilómetros de la frontera con Nicaragua. Casi se adivina el gran lago. Tan cerca, tan lejos.

Han pasado algo más de 3 años desde aquel primer encuentro en una casa de seguridad de un país del que tuvo que salir al mes y medio de nuestra entrevista. He llegado a este campamento para mostrarle, a ella y al casi centenar de campesinos que la acompañan en su exilio, el resultado de aquella charla clandestina. Todo está listo en una estancia grande y sencilla cargada del humo de la leña en la que los amigos del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca + han improvisado una sala de cine.

La noche cayó hace rato y los zancudos ya me han avisado de que ellos imponen su ley. Doña Chica prepara la cena para todos antes de que de comienzo la proyección. Chancho con yuca. Me recibe amable, tan humilde como siempre. No deja de agradecer. Pero el agradecido soy yo. Este momento justifica de sobra todas las dificultades y los precios que he tenido que pagar desde el día que decidí contar esta historia.


La película da inicio y se hace el silencio, solo roto por el llanto de alguno de los bebés cargados por sus jovencísimas madres. A más de uno se le tuerce el gesto al escuchar la voz de Daniel Ortega en los primeros segundos del documental, gritando desde un lejano 1990 eso de que iba a gobernar desde abajo. Enseguida el grito estremecido de la estudiante Madelaine Caracas enumerando el nombre de los asesinados humedece las primeras miradas. Ha pasado el tiempo, pero no el dolor. Tampoco la sensación de impotencia. Doña Chica se ve de pronto en la pantalla. Hay medias sonrisas. «Ahí me miraba más joven», me apunta mientras escucha lo que me dijo entonces. Recuerda bien ese momento, cuando llegué con Mónica López y descargamos algunas provisiones que llevábamos a la casa de seguridad. Esa fue otra de las absurdas leyes del régimen que violé en esos días, el ofrecer víveres a personas acusadas de terrorismo.

 A otros los encarcelaron por llevar agua a unas madres que hacían huelga para pedir la liberación de sus hijos. Es extraño el concepto de terrorismo en ese país. Las casi dos horas del documental no dan mucha tregua y el corazón no deja de estar en el puño la mayor parte del tiempo. Doña Chica asiente con la cabeza en muchos momentos mientras escucha los testimonios y cuando ve a Lesther Alemán, encarcelado desde hace unos meses, se le escapa un lamento: «Pobrecito».

Pasan las 9 de una noche cerrada en el norte de Costa Rica, a tiro de piedra de Nicaragua. En el campamento campesino apenas hay una luz tenue que deja intuir la emoción en el rostro de doña Chica Ramírez al finalizar la película. Se me acerca y me abraza. A estas alturas ya ni siquiera intento no quebrarme. Me dice lo importante que es no olvidar y me agradece este granito de arena en la montaña de la memoria colectiva. Insiste en lo necesario de seguir en una lucha a la que no se le ve, por el momento, un fin inmediato. No es terquedad, aunque pueda parecerlo a veces. Es firmeza. Y me viene a la cabeza Casaldáliga: «Somos soldados derrotados de una causa invencible».

Y estos campesinos conforman ese ejército, que un día, porque no puede ser de otra forma, volverá con sus armas, las que sirven para labrar la tierra, a Nueva Guinea, a la franja, al Lóvago. A una Nicaragua libre en la que vivir. Allí espero encontrarme de nuevo con ella. Así le digo al despedirme. Ella asiente. Hay convencimiento en su mirada.