La Policía orteguista detuvo el 13 de junio a la exguerrillera sandinista Dora María Téllez, ícono de la revolución sandinista y una de las figuras más férreas contra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Téllez fue arrestada arbitrariamente en su vivienda en las afueras de Managua, luego de horas de asedio policial. Actualmente es integrante del Movimiento Renovador Sandinista (MRS) – hoy Unamos -, agrupación que el escritor Sergio Ramírez fundó en los noventa.
En las ultimas semanas el régimen de Ortega ha emprendido una nueva ola represiva que tiene como fin despejar el camino para una tercera reelección consecutiva. Entre las detenciones se encuentran cinco aspirantes a la presidencia, líderes políticos, económicos y sociales que se suman a los más de 130 presos políticos.
Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2018, escribe sobre la honestidad y el compromiso de la exguerrillera con la defensa por la libertad y la democracia de Nicaragua, y su participación en contra de la dictadura somocista.
Por Sergio Ramírez Mercado
Cuando regresé a mi casa tras haber sido citado a declarar por la Fiscalía de la dictadura en el proceso montado contra Cristiana Chamorro, bajo el cargo falaz de que la Fundación Violeta de Chamorro, que ella presidía, realizaba operaciones de lavado de dinero, la primera llamada de solidaridad que recibí fue la de Dora María Téllez. “Hubiéramos mandado gente a apoyarte de haberlo sabido”, se quejó.
Había decidido comparecer solo, nada más en compañía de mi abogado, sin prevenir a nadie; pero cuando salí, con mi legajo de papeles bajo el brazo, una nube de periodistas me esperaba afuera, y fue entonces que Dora María se enteró. Me habían citado por ser presidente de la Fundación Luisa Mercado, que realiza el Festival Literario Internacional Centroamérica Cuenta, y teníamos firmado un convenio de cooperación con la fundación de Cristiana para realizar encuentros y talleres sobre periodismo moderno.
El Fiscal no me hizo ninguna pregunta concreta, y parecía que solo quería tenerme frente a él, interrogarme, y hacerme firmar el acta, de acuerdos a las órdenes recibidas, de modo que no necesité echar mano de los documentos que llevaba conmigo, estados contables, copias de cheques, facturas. Se lo conté a Dora María y nos reímos, como siempre, y también, como siempre, nos lamentamos por la revolución aquella de nuestra juventud, un sueño ahora envilecido.
Conocí a Dora María en Managua en agosto de 1978, en la clandestinidad, poco antes de que ella participara en la espectacular acción de la toma del Palacio Nacional, como número Dos del comando, Hugo Torres el número Uno, preso ahora igual que ella. Tenía entonces 22 años, y tuvieron que cortarle el cabello a lo varonil, la única mujer entre los 25 integrantes del contingente, para que pareciera un soldado de la EEBI, la tropa elite de Somoza. El ardid usado por los guerrilleros para entrar por sorpresa en el edificio fue disfrazarse como miembros de esa fuerza.
Al año siguiente, el 1 de julo de 1979, nos recibió en León cuando los miembros de la Junta de Gobierno aterrizamos a medianoche, procedentes de Costa Rica, en una pista de aviones de fumigación de plantíos de algodón, iluminada por candiles de kerosín. Bajo su mando, las fuerzas guerrilleras sandinistas habían liberado la ciudad, peleando manzana por manzana, hasta aislar en el cuartel de la Guardia Nacional a Vulcano, el general de cinco estrellas que pudo evadirse porque salió protegido por un escudo de prisioneros a los que puso amarrados delante suyo.
Ella fue la heroína de aquella jornada épica. Al pasar por las calles la gente salía a las puertas, y pronto tenía detrás un cortejo de admiradores siguiéndola. A su edad, y siendo mujer, que no era entonces poca cosa, los guerrilleros, muchos mayores que ella, curtidos en el combate, la obedecían sin pestañear.
La Junta de Gobierno tomó posesión en una ceremonia celebrada en el paraninfo de la centenaria universidad, y Dora María, el cabello siempre corto bajo la boina de fieltro, ocupó junto a nosotros uno de los sillones de alto respaldo destinado al rector y los decanos, el fusil entre las piernas. De las aulas de esa misma universidad había salido a la clandestinidad pocos años antes, abandonando sus estudios de medicina, para luchar contra la dictadura de Somoza que ahora llegaba a su fin.
Fue ministra de Salud en los años de la revolución, y cuando vino la derrota electoral del FSLN en 1990, juntos pasamos a encabezar el grupo parlamentario sandinista en la Asamblea Nacional, buscando entonces tender puentes con los adversarios, que eran ahora mayoría, para lograr consensos, una palabra extraña en la vida política de Nicaragua. Eran los años en que Daniel Ortega, tras haber aceptado en el primer momento el triunfo de Violeta de Chamorro, abjuró después de aquel compromiso democrático, y encendió las hogueras de la confrontación bajo su lema de “gobernar desde abajo”, que significó una asonada permanente para desestabilizar al gobierno libremente electo.
También juntos encabezamos la iniciativa para reforma en 1995 la Constitución, en alianza con otras bancadas parlamentarias, y logramos que se prohibiera la reelección presidencial, que se inhibiera a los familiares cercanos de un presidente a sucederlo en el cargo, que el jefe del ejército y el presidente no tuvieran parentesco; y que se fortaleciera la institucionalidad, especialmente independencia del poder judicial.
Estas reformas fueron anuladas mediante la alianza iniciada en 2002 entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán, quien durante su periodo presidencial cometió actos de corrupción por los que luego fue condenado; y a cambio de no ir a la cárcel, cuyas llaves las tenía Ortega, consintió en facilitarle el regreso a la presidencia en 2006, y ahora puede reelegirse a perpetuidad.
Dora María siguió empeñada en la lucha por un sandinismo democrático desde las filas del Movimiento Renovador Sandinista (MRS), que fundamos en 1995, combatiendo sin miedo el creciente autoritarismo del régimen de Ortega; pero aún así sacó tiempo para obtener un doctorado en historia, con una tesis brillante sobre las rebeliones indígenas en tiempo de los gobiernos conservadores de finales del siglo XIX, y que se publicó bajo el título “¡Muera la gobierna!”, que era el grito de guerra de los insurrectos.
En su pelo, siempre corto, ya aparecen las canas. Solemos reírnos también de la edad. Es bastante menor que yo. “Pero nosotros los de entonces, ya no somos los mismos”, dice y vuelve a reírse.
Fue capturada en un operativo que involucró a decenas de efectivos de la policía y miembros de las fuerzas especiales, las calles cerradas y su casa sobrevolada por drones, seguramente para determinar si tenía en su posesión armas para resistir. No tenía ninguna. En tiempo de la lucha contra Somoza, cuando estuvo clandestina, no la hubieran cogido viva. Ahora su decisión era entregarse, como una forma de resistencia pacífica, convencida de que la cárcel es también una forma de resistencia. Y de que las luchas armadas engendran una y otra vez caudillos dispuestos a quedarse en el poder para siempre.
La golpearon en el estómago, la esposaron. La apresaron con miedo. No es así nomás capturar a una leyenda. Y desde entonces se halla en una celda de aislamiento, sin que a ningún abogado ni a ningún familiar le permitan verla. El cargo contra ella es el de atentar contra la soberanía nacional, acusada de traición a la patria.
La imagino en la soledad de su reclusión, firme y serena. Sabe que las luchas siempre son duras, y que por las convicciones se paga toda la vida un costo, ya se trate de una dictadura como aquella de entonces, o de esta otra de ahora.
Compartimos este artículo que inicialmente fue publicado en la Revista mexicana Proceso y cuyo autor nos ha autorizado publicarlo en Agenda Propia Nicaragua.